RELATO/AUDIORELATO PARA CELEBRAR SAN VALENTÍN

 


El día de San Valentín que hoy se celebra es entrañable para muchas personas porque, aparte de las connotaciones comerciales que conlleva, se conmemora el amor romántico y también la amistad.

La tradición de regalarse entre los enamorados obsequios viene de la Edad Media, en especial en el mundo anglosajón. Era costumbre entregar regalos y, a partir del siglo XIX, acompañarlos con bellas tarjetas dedicadas que incluían poemas o frases alusivas.

El relato romántico que os dejo a continuación, titulado UNA TARJETA POR SAN VALENTÍN, nos habla de ese tema.

Podéis leerlo a continuación o escucharlo en mi canal de YouTube.

Espero que lo disfrutéis. 


 

UNA TARJETA POR SAN VALENTÍN

 

Papelería Marlow. Tarjetas de regalo por encargo. Se escriben cartas de presentación, condolencia, cortejo… Precios económicos.

Lucius Rathbone leyó el letrero colocado encima de la puerta y, con gesto resuelto, entró en el comercio. Cuanto antes acabase con aquel asunto, antes podría marcharse de allí, se dijo irritado.

Clarise, que se hallaba en la trastienda sentada ante su mesa de trabajo, levantó la cabeza al oír el tintineo de la campanilla de la puerta y se apresuró a acudir. Cuando traspasó la tupida cortina que separaba los dos recintos, distinguió una alta figura masculina que se entretenía curioseando en los estantes.

Lucius se giró y Clarice no pudo evitar un ligero sobresalto de admiración ante la bella estampa que presentaba el recién llegado: alto, de anchas espaldas, atractivo rostro y vestido con elegancia. Un caballero de los que raramente acudían a su modesto establecimiento, frecuentado por personas que no sabían escribir. Ese cliente, en cambio, tenía el aspecto de haberse educado en los mejores colegios.

—¿En qué puedo ayudarle, señor? —preguntó con amabilidad, y se ajustó las gafas a la nariz con gesto nervioso.

A Clarice le costaba permanecer serena sin que su rostro y su voz revelasen la impresión que le había causado. No era su natural forma de proceder. Incluso resultaba ridículo a su edad comportarse de esa forma ante un hombre apuesto, pero aquél le había impactado más de lo habitual.

Lucius, visiblemente incómodo, volvió a preguntarse qué hacía allí. Él no era un hombre de gestos románticos y no iba a cambiar a sus treinta y tres años, pero su tía Emma consideraba que, según la tradición, en san Valentín era obligado regalar a la persona amada un ramo de rosas y una postal dedicada. Así que lo había enviado a aquel lugar, en el que se vendían las más bellas tarjetas dedicadas de todo Londres, según le aseguró, y aun a costa de hacer el ridículo más espantoso, estaba dispuesto a conseguir una.

—Quisiera adquirir una tarjeta de felicitación.

—¿Para qué tipo de evento la desea, señor? —inquirió Clarice.

—Es para san Valentín —confesó él reticente y en voz algo más baja de la empleada hasta ese momento.

Clarice sonrió para sí. Conocía esa actitud. Los hombres solían considerar una trivialidad impropia de su género regalar postales en un día tan señalado y, sobre todo, escribir unos versos que la acompañasen. El que tenía delante no era una excepción. Lástima que fuese tan serio y no apreciase la belleza que un gesto como ese podía encerrar.

—Por supuesto, se acerca el día —comentó ella con una media sonrisa que a Lucius no le pasó desapercibida—. Le mostraré algunos modelos para que pueda elegir. Si no le agrada ninguno, podemos confeccionarle una bonita postal a su gusto.

Clarice cogió de los estantes varias tarjetas y las colocó sobre el mostrador con sumo cuidado. Eran diferentes; algunas sencillas, otras más elaboradas, pero todas pintadas a mano con un exquisito gusto. Se sentía muy orgullosa de ellas. Eran pequeñas obras de arte que tenían mucha aceptación entre el público, como así lo atestiguaban las numerosas ventas.

Lucius se sorprendió de la exquisita elegancia de las mismas. En ninguna de ellas aparecían esos ridículos angelitos regordetes y medio desnudos que temía encontrar. Como tenía problemas para decidirse por una en particular, eligió al azar.

—Me llevaré esta —señaló.

—Tiene buen gusto, señor; es de las más elegantes. Como podrá ver, tiene un amplio espacio en blanco para que escriba unos bonitos versos a su enamorada —sugirió Clarice.

Lucius sintió que se acaloraba y carraspeó para aclararse la garganta.

—Me han comentado que también escriben las dedicatorias ——respondió con semblante serio, que pretendía ocultar su intensa mortificación. No le resultaba agradable reconocer ante una mujer, aunque fuese la dependienta de la papelería, que era un total inepto incapaz de hilvanar dos palabras seguidas con un mínimo sentido poético. Pero él era un soldado y no un maldito poeta. No tenía que saber escribir versos.

—Cierto, señor. Si me indica el nombre de la dama y algún rasgo de ella que le agradaría destacar, añadiremos una bella dedicatoria —ofreció Clarice con cautela.

—Gracias, señorita. La dama se llama Fiona y es… es…

Lucius sintió una incómoda turbación. No atinaba a destacar nada de ella que le llamase especialmente la atención, excepto que sabía servir el té de forma primorosa. Fiona era alta, morena, bastante hermosa según la opinión general, aunque de una belleza fría, como los bustos clásicos que se exhibían en los museos. Era callada y, en las contadas ocasiones en las que se habían visto, apenas se dijeron algo más que las típicas frases de conveniencia, que no ayudaban a determinar cómo era su carácter, sus gustos o aspiraciones; cuestiones que debía conocer de la mujer a la que pensaba pedir matrimonio.

Clarice lo miró consternada. Era triste que un hombre no fuese capaz de describir a la mujer que amaba, el color de sus ojos o sus cabellos, la forma de su rostro o su boca… En cuanto a ella, era digna de compasión. No obstante, se apiadó de su apuro y decidió ayudarle.

—Con eso será suficiente, señor. Esta misma tarde estará terminada y podrá pasarse por ella. Si me indica su nombre, lo incluiré en la dedicatoria. ¿O desea que sea anónima?

—Sí, por supuesto.

Lucius le dio su nombre, pagó el importe y le informó de que esa tarde mandaría a un sirviente a recoger la tarjeta; tras lo cual, salió de la tienda de forma apresurada. Había dado una patética imagen, lo que le hizo reflexionar. ¿Deseaba casarse con Fiona o debería conocerla mejor antes de pedirle matrimonio? 

Cuando tres meses antes regresó al país tras una estancia de cuatro años sirviendo con su regimiento en la India, consideró la conveniencia de buscar una esposa y formar una familia, algo a lo que su tía Emma se dedicó con empeñó y comenzó a presentarle futuras candidatas. Entre ellas, Lucius eligió a Fiona, tal vez para acabar con lo que se estaba convirtiendo en un suplicio. Ahora se replanteaba su decisión y consideraba que se había precipitado en la elección.

 

—Debes asistir, Clarice. Lady Osmond es, aunque lejana, nuestra única familia en Londres y también una de nuestras clientas más importante. No podemos desairarla de esa forma; sería imperdonable. Nos hace un gran honor invitándonos, ya lo sabes. Tal vez este año tengas más suerte que en los anteriores y algún importante caballero se fije en ti. ¡Tu padre estaría tan feliz si eso ocurriera!

Clarice puso los ojos en blanco. Su madre siempre tan dada a fantasear.

—Madre, sabes que eso es muy improbable ¿Crees que los caballeros importantes van a fijarse en alguien con mi edad y mi aspecto?, por no mencionar que tampoco tengo una dote que ofrecer. Además, no necesito un esposo, si en esas estamos. Me gusta la vida que llevo y el trabajo que hago; y, por si no lo has notado, nos permite mantenernos con desahogo.

—Pero ¿qué dices, criatura? ¡Solo tienes veinticuatro años, aún puedes encontrar un esposo adecuado! Toda mujer necesita un hombre que la respalde. Al faltar tu padre, estamos desamparadas.

Clarice bufó de forma poco elegante. Su madre tenía unas ideas demasiado arcaicas. 

—¡Por favor, estamos en 1868! Muchas mujeres viven independientes. Incluso hay una en el trono. Ya no necesitamos a los hombres para que nos respalden, como tú dices; podemos valernos por nosotras mismas.

—No te compares con nuestra Reina, que cuenta con el apoyo del Gobierno y de su familia; sin ellos no podría llevar esa gran carga. No concibas ideas absurdas, hija. Una mujer necesita un hombre que la sostenga y proteja.

Clarice dejó de discutir con su madre. Nunca la convencería. Pero tenía razón. No podía rechazar la invitación al baile de san Valentín que, como todos los años, organizaba lady Osmond, aunque en esta ocasión tuviese que acudir sola, ya que su madre no se había repuesto de su dolencia. Presentía que este año se aburriría más que en los anteriores.

 

El día señalado, Clarice se presentó en la residencia de los Osmond. Al entrar le sorprendió la gran cantidad de gente que la ocupaba. Siempre había sido un baile con mucho éxito, y este año superaba las expectativas de los felices anfitriones que, en el centro del enorme vestíbulo, sonreían orgullosos ante la gran afluencia de concurrentes.

—Lord y lady Osmond, les agradezco por la invitación —mintió Clarice con la más agradable de sus sonrisas—. Mi madre les ruega que la disculpen. Se encuentra aún convaleciente.

—Me alegra que estés aquí, querida. Siento mucho que mi apreciada prima no pueda acompañarnos esta noche. Espero que mejore lo antes posible.

—Gracias, lady Osmond. Le transmitiré sus deseos de una pronta recuperación.

Clarice dejó a los anfitriones y se adentró en el salón de baile mientras saludaba a los pocos conocidos. No se sentía cómoda allí. Nunca lo había estado. Demasiada gente y con demasiadas ganas de chismorreo, pensó; por no hablar de los insufribles libertinos, los únicos que le prestaban atención, y a los que procuraba evitar siempre que tenía ocasión.

 

Lucius entró en el salón de baile con aire taciturno. Acaba de dejar a Fiona en su casa, después de haber asistido a una soporífera velada musical, y le había manifestado su intención de no volver a frecuentar su compañía. Lo que más le sorprendió fue la serenidad con la que ella había aceptado su decisión y el alivio que le pareció advertir en su rostro. Aun así, lo que menos le apetecía era acudir a aquel bullicioso baile, si bien no podía eludirlo. Le había prometido a su tía que iba a pasarse por allí y él siempre cumplía sus promesas. Al menos, concebía la esperanza de poder retirarse a la sala de juegos y participar en alguna buena partida de cartas que le hiciese más llevadera la velada.

—Querido, al fin has llegado. Ya pensaba que no ibas a venir. ¿No te acompaña Fiona?

La voz de lady Osmond lo sorprendió cuando intentaba atravesar furtivamente el salón.

—No, tía. Sabes que a ella no le agradan estos bailes; al igual que a mí —puntualizó con mordacidad, cosa que ella decidió pasar por alto.

—Vamos, vamos, seguro que te apetece bailar con alguna agradable joven. Es más, hay una a la que quiero presentarte. Se trata de una pariente lejana a la que no conoces. Aunque es posible que esté equivocada y hayas coincidido con ella en alguna ocasión —observó la dama con acento enigmático.

—Tenía pensado echar unas manos a las cartas, tía —aventuró Lucius con poca firmeza, confiando en que desistiera de su empeño. No deseaba que le presentase a más candidatas. Él mismo buscaría a la esposa adecuada cuando llegara el momento.

—Después, querido; ahora tienes que acompañarme.

Resignado, Lucius se dejó arrastrar por lady Osmond como un reo de camino hacia el patíbulo.

 

Clarice llevaba más de una hora allí y consideraba que era suficiente. «Esperaré unos minutos más y me despediré de la anfitriona. Creo que por este año ya he cumplido», se prometió con optimismo. Había bailado en dos ocasiones, ambas con caballeros maduros que intentaron manosearla y que desaparecieron tras comprobar que sus atenciones no eran bien recibidas; algo que Clarice agradeció. El resto de la velada lo había pasado sentada en una incómoda silla, oyendo los cotilleos de las matronas y las veladas indirectas hacia su condición de solterona; por lo que, decidida a tener unos minutos de tranquilidad hasta que llegara la hora de marcharse, se había retirado a un tranquilo y solitario rincón en el que esperaba pasar desapercibida.

«¡Oh, Dios!, no puedo creer que tenga tan mala suerte», se dijo al ver acercarse a lady Osmond. «¡Y me trae otro acompañante!», exclamó para sí Clarice al observar que venía con un caballero del brazo. Se sintió mortificada. ¿Por qué tenía que ser tan educada? Si se hubiese marchado hacía rato…

—Clarice, querida, ¿mira quién quiere conocerte? —dijo lady Osmond con alegre voz cuando llegó a su lado—. Te presento a Lucius Rathbone, hijo de mi malogrado hermano Justin.

Clarice reparó por primera vez en el rostro del hombre y sintió un pequeño aleteo en el estómago. ¡Se trataba del caballero que había estado en su tienda una semana antes para comprar una tarjeta de san Valentín!

Se sintió algo turbada por la sorpresa. Frente a ella se encontraba el hombre que había plagado de tórridas escenas sus sueños de los últimos días.

—Lucius, esta joven es Clarice, hija de Simon Marlow, mi estimado primo segundo, también fallecido. Es una gran artista, y propietaria de un negocio de papelería con mucho éxito; el mismo al que te recomendé que acudieras para adquirir una de las preciosas tarjetas que realiza —añadió con notorio orgullo y un toque de picardía—. ¿La recuerdas?

Lucius la miró detenidamente. Cierto, se trataba de la misma joven, aunque estaba bastante cambiada y mucho más bonita. Ya no llevaba aquellos antiestéticos anteojos, ni el tirante moño que tan poco le favorecía. También había cambiado el sobrio vestido por otro más favorecedor, que dejaba parte de su bonito escote al descubierto.

—Es un placer, señorita Marlow —dijo Lucius. Se inclinó y besó la mano que ella le ofrecía—. Claro que la recuerdo. Sus postales son muy bellas.

Clarice se sintió turbada ante el leve contacto y las amables palabras.

—Gracias, señor Rathbone. Espero que le haya gustado a su prometida.

—Mucho. Y la dedicatoria le ha parecido magnífica —mintió, no sin cierto rubor. En realidad, no había llegado a dársela. Una vez que decidió no continuar con el galanteo, consideró inapropiado ofrecerle un regalo tan comprometedor.

Clarice sonrió orgullosa. Siempre era agradable que reconocieran el talento de uno.

—Vamos, que sois parientes; en concreto, primos en tercer grado. Creo que deberíais trataros con algo más de familiaridad —pidió lady Osmond—. Y ahora, a bailar. Es un crimen dejar pasar el alegre vals que están tocando —los animó con una sonrisa bonachona.

—¿Me hace el honor, señorita… Clarice? —se sintió obligado Lucius a proponer. Lo cierto era que no le desagradaba la bonita y apacible joven. Recordaba su amabilidad y consideración de días antes.

Clarice aceptó el brazo que le ofrecía y ambos se unieron al grupo de bailarines que ocupaban el centro del salón.

—Debo admitir que, si mi tía no me lo hubiese indicado, no te habría reconocido. Estás muy cambiada… para mejor, claro —confesó Lucius a modo de disculpa. Se sentía más torpe de lo habitual ante ella, que era capaz de escribir tan bellas palabras como las plasmadas en la tarjeta que llevaba en el bolsillo. Él nunca había sabido decir frases bonitas a una mujer.

—El otro día me viste con el uniforme de trabajo, podríamos decir —se justificó ella.

—¿Es tu medio de vida o lo haces por afición?

—Es una importante ayuda. A la muerte de mi padre, mi madre y yo descubrimos que solo nos quedaba una pequeña renta con la que no cubriríamos los gastos que nuestra casa ocasionaba. Decidimos venderla y comprar otra más modesta. Se presentó la ocasión de adquirir el negocio y el piso encima de él y no lo dudé. Siempre me gustó pintar y no se me dan mal las palabras, por lo que considero que es más un placer que un trabajo.

Lucius la escuchaba, admirado de su carácter emprendedor y valiente, a la vez que la calidez de su sonrisa y el brillo entusiasmado de sus bonitos ojos claros removían emociones desconocidas en él. ¡Qué diferente de la fría y frívola Fiona!

El vals terminó y ambos regresaron al lugar que Clarice había ocupado.

—¿Quieres que te traiga algo de beber? —ofreció Lucius.

—No te molestes. He tomado suficiente ponche por esta noche —admitió Clarice con una risita—. Creo que es hora de retirarme.

—En ese caso, te acompañaré. Tengo el carruaje esperando —ofreció él.

—No puedo permitir que abandones el baile por mí, Lucius.

—Te confieso que yo también estoy deseando marcharme. Acompañándote, tengo la excusa perfecta para no herir los sentimientos de mi tía —reconoció con sinceridad, y se guardó la verdadera razón de su ofrecimiento: deseaba continuar en su compañía.

Clarice aceptó encantada.

Buscaron a los anfitriones y se despidieron de ellos. Lady Osmond los observó marchar con una sonrisa satisfecha.

—Creo que, en esta ocasión, le he presentado a la joven adecuada. No estaría mal comenzar a preparar la boda, ¿no estás de acuerdo, Rupert? —preguntó a su marido.

—Tú siempre consigues lo que te propones, querida —respondió mirándola con adoración.

En el trayecto hacia la casa de Clarice, ambos se contaron sus vidas; también sus ilusiones y esperanzas de futuro. La intimidad y semipenumbra del pequeño recinto alentaba a esa clase de confidencias. Lucius descubrió a una mujer inteligente, fuerte y luchadora, a la vez que adorablemente seductora, y ella advirtió el carácter tierno y generoso de él y su gran necesidad de cariño.

Cuando el carruaje se detuvo en la puerta de la pequeña papelería, Lucius ya había decidido que ella sería su esposa. Ahora faltaba convencerla de que él era el hombre que podía hacerla feliz.

—Tengo que confesarte algo —dijo antes de que Clarice introdujese la llave en la cerradura.

Ella lo miró intrigada.

—No le he regalado la tarjeta a Fiona. Y no lo he hecho porque un objeto como este —extrajo la tarjeta del bolsillo y se la mostró— solo se puede entregar a la persona que amas. Yo no la amo y así se lo he confesado.

Clarice lo miró con sorpresa y sus ojos mostraron un brillo ilusionado.

Lucius se inclinó y posó sus labios en la tibia boca, que lo recibió gustosa, y respondió con la misma pasión que él imprimía a aquel beso, el primero de los muchos que esperaban compartir a lo largo de sus vidas.

Y allí permanecieron durante largos minutos, entregados a las delicias del amor recién encontrado.

© J.F. Vidal (Amber Lake)

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