LA CITA



Como cada 2 de noviembre al atardecer, Clara acudió al cementerio; tenía una cita y su corazón rebosaba de expectación.
¿Cuántos años llevaba haciéndolo? Cincuenta y cuatro, si la memoria no le fallaba. A pesar de ello, aún la embargaban las mismas sensaciones que la primera vez. 
Braulio, su fiel chofer, había insistido en acompañarla hasta su destino, pero ella se negó. No era cuestión de ir con carabina.
Recorrió fatigosamente los estrechos caminos flanqueados por hileras de lápidas, deleitándose con la belleza y los aromas de los ramos de flores. Sus piernas ya no le respondían como debieran y se tenía que ayudar con un bastón, pero con casi ochenta años era afortunada de poder caminar aún con sus propios pies. Y lo seguiría haciendo mientras le quedase un aliento de vida auque tuviera que arrastrarse para llegar al lugar señalado.
Inspiró profundamente llenándose de la dulce quietud que experimentaba en aquel lugar y en ese día cuando, olvidado ya el bullicio de la festividad anterior en la que el sagrado recinto se veía asaltado por hordas de familiares y amigos, las almas que allí descansaban volvían a su plácido recogimiento.
Sus pasos se encaminaron de forma automática hacia un lugar determinado, donde se hallaba el imponente panteón cuya puerta labrada con primorosos relieves estaba custodiada por dos estatuas de hermosos ángeles.
La empujó con expectación. ¿Habría acudido él a la cita este año también? La respuesta se materializó ante sus ojos provocándole un suspiro de felicidad. Allí estaba, sentado sobre la lápida de piedra y sonriéndole con dulzura.
Clara se acercó rebosante de amor e intentó acariciarle el rostro, que aún mantenía el atractivo seductor de la juventud.
—¡Estás aquí, Miguel! —exclamó, nuevamente maravillada por el milagro que ese hecho suponía.
—Nunca faltaré a nuestra cita. Te lo prometí, ¿recuerdas?
Clara asintió con lágrimas en los ojos. Recordaba la promesa que él le hizo en su lecho de muerte.
—Estoy cansada, Miguel. Quisiera reunirme contigo.
—Aún no, amor mío. Disfruta por mí de nuestros descendientes. Y no temas, te esperaré hasta que llegue el momento de reposar juntos para siempre.
Clara sonrió y se dejó envolver por aquellos añorados brazos que, aunque incorpóreos, conservaban el poder de acelerarle los latidos del corazón.

Y sí, volvería año tras año a su cita mientras le llegase la hora de reunirse con su amado esposo allí donde él estuviese.


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